ROSTROS ANÓNIMOS
Resultó extraño el que
tantas caras conociesen la mía aquel día, cuando la mía ni siquiera las podía
ver a ellas. Mis ojos, mi nariz, labios y arrugas; fueron rápidamente
memorizados esa noche para, después, ser apartados al olvido silencioso.
¿Por
qué vienen ahora a usurpar mi soledad y ocupar mi casa? Mis armarios y cajones,
mi cama y ropa, mi salón y mi mismo cuerpo, husmeados. Amarillo, frío y; a
partir de entonces, callado; en él dibujada mi boca, que fue sellada, y mis
pupilas, las cuales se apagaron a la llegada de las doce.
Oía
baldío, pues fui callado sin causa aparente; el penetrar de una llave en la
cerradura de la puerta, chirriante, de mi hogar. Clausurada hasta dicho
instante a las miradas de la sucia y, a mí, ajena sociedad; la entrada fue testigo
de las miles de pisadas en éste, suelo de gélido mármol. Oíase el correr de las
rápidas cremalleras y el contacto entre unos dedos carnosos rozando los bastos
botones de esos abrigos negros. Demasiadas voces graves en ésta, la que había
permanecido tal la mía cueva de vejez durante tanto tiempo, chocaban con las
ruinosas paredes de la misma. Ellas, inertes, luchaban por reprimir cuantioso
ruido, amenazantes a la interrupción de su descanso privado.
Se
acercaba cada vez más el sonido de esas llanas palabras a mis orejas, mas no
conseguía entender qué significaban. No era capaz de percibir nitidez alguna en
esos vocablos, con lo cual comencé a dudar sobre si aquellos extraños no sabían
hablar, o era yo el que no dominaba el idioma. ¿Empero qué atañe ello, si estoy
muerto? No importa, ya que hogaño subsisto tal inmóvil juguete a manos de
cualquiera, a disposición, parece, de toda esta gente de la que, opinaría, no había
tenido mención anteriormente. O eso creo.
Poniendo
pie en mi cuarto, lavaron mis brazos, cepillaron mi escaso cabello y asearon mi figura con un agua algo helada y una esponja no precisamente suave.
Entretanto continuaba esa incomprensible charla entre gritos, murmullos y
sollozos provenientes de la habitación contigua. ¿Quién lloraba?
Ocurrió
en dicho momento. Fue girado rápidamente el manillar que daba paso a mi
habitáculo, y en menos de un segundo su cálido pecho se encontró con el mío,
sus sonrojadas mejillas se posaron en las mías y sus pequeños dedos recorrieron
los míos, arrugados. Unas gotitas resbalaron en mi tez para acabar humedeciendo
mi almohada, y unas letras emanaron de su boca hacia mi oído, un solo término que,
a diferencia de los que había escuchado de todos esos extraños, era claro y algo
agudo. “Perdón”.
Gemí, así, aun sin
lágrimas, puesto que supe reconocer a quien se había dirigido a mí, porque en
aquel minuto todas esas desconocidas caras pasaron a poseer nombre. Inhalé a
posteriori el recuero abandonado de ese niño, el suspiro de mi vida, que ya se
aleja; entonces comprendí por qué había muerto, y me fui.
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