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miércoles, 13 de noviembre de 2013

ROSTROS ANÓNIMOS


Resultó extraño el que tantas caras conociesen la mía aquel día, cuando la mía ni siquiera las podía ver a ellas. Mis ojos, mi nariz, labios y arrugas; fueron rápidamente memorizados esa noche para, después, ser apartados al olvido silencioso.

      ¿Por qué vienen ahora a usurpar mi soledad y ocupar mi casa? Mis armarios y cajones, mi cama y ropa, mi salón y mi mismo cuerpo, husmeados. Amarillo, frío y; a partir de entonces, callado; en él dibujada mi boca, que fue sellada, y mis pupilas, las cuales se apagaron a la llegada de las doce.
      Oía baldío, pues fui callado sin causa aparente; el penetrar de una llave en la cerradura de la puerta, chirriante, de mi hogar. Clausurada hasta dicho instante a las miradas de la sucia y, a mí, ajena sociedad; la entrada fue testigo de las miles de pisadas en éste, suelo de gélido mármol. Oíase el correr de las rápidas cremalleras y el contacto entre unos dedos carnosos rozando los bastos botones de esos abrigos negros. Demasiadas voces graves en ésta, la que había permanecido tal la mía cueva de vejez durante tanto tiempo, chocaban con las ruinosas paredes de la misma. Ellas, inertes, luchaban por reprimir cuantioso ruido, amenazantes a la interrupción de su descanso privado.
      Se acercaba cada vez más el sonido de esas llanas palabras a mis orejas, mas no conseguía entender qué significaban. No era capaz de percibir nitidez alguna en esos vocablos, con lo cual comencé a dudar sobre si aquellos extraños no sabían hablar, o era yo el que no dominaba el idioma. ¿Empero qué atañe ello, si estoy muerto? No importa, ya que hogaño subsisto tal inmóvil juguete a manos de cualquiera, a disposición, parece, de toda esta gente de la que, opinaría, no había tenido mención anteriormente. O eso creo.
      Poniendo pie en mi cuarto, lavaron mis brazos, cepillaron mi escaso cabello y asearon mi figura con un agua algo helada y una esponja no precisamente suave. Entretanto continuaba esa incomprensible charla entre gritos, murmullos y sollozos provenientes de la habitación contigua. ¿Quién lloraba?
      Ocurrió en dicho momento. Fue girado rápidamente el manillar que daba paso a mi habitáculo, y en menos de un segundo su cálido pecho se encontró con el mío, sus sonrojadas mejillas se posaron en las mías y sus pequeños dedos recorrieron los míos, arrugados. Unas gotitas resbalaron en mi tez para acabar humedeciendo mi almohada, y unas letras emanaron de su boca hacia mi oído, un solo término que, a diferencia de los que había escuchado de todos esos extraños, era claro y algo agudo. “Perdón”.
      Gemí, así, aun sin lágrimas, puesto que supe reconocer a quien se había dirigido a mí, porque en aquel minuto todas esas desconocidas caras pasaron a poseer nombre. Inhalé a posteriori el recuero abandonado de ese niño, el suspiro de mi vida, que ya se aleja; entonces comprendí por qué había muerto, y me fui.

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