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lunes, 31 de marzo de 2014

EN LISTA DE ESPERA


«Dedico esta historia a aquellos que conocí durante mi estancia en el hospital. A los que les llegó su turno en la lista de espera y a los que se marcharon esperando el suyo».


CAPÍTULO 1: GOTAS DE LLUVIA EN LA VENTANA

      Hoy me han dicho que mañana me darán el alta. Mi madre, emocionada, se ha marchado a la Iglesia a dar gracias a no sé qué Dios. Según ella, me estoy recuperando con la ayuda del cura de su parroquia, que reza cada día por mi salud. Yo me he quedado en la habitación que me asignaron cuando llegué al hospital, recordando que hoy se cumplen seis meses y tres días desde que entré aquí con un fallo renal. Me resulta extraño hacerme a la idea de que en unas veinticuatro horas escasas vaya a cruzar la puerta de la clínica de nuevo, y que esta vez sea para irme.
      La única visión que he tenido del exterior en este medio año ha venido a través de la ventana de mi cuarto. Desde ella puedo contemplar la cafetería donde suelen acudir los médicos en sus ratos de descanso y, al lado, la capilla en la que pasa mi madre todas mis sesiones de diálisis. Me pregunto a qué lugar acudirá ahora, que volveremos a casa. A veces la imagino cubriendo las paredes de cuadros religiosos, de cruces las puertas y de estatuillas y velas las mesas. Entonces me cuestiono si quedará espacio, pequeño aunque sea, para colocar la amplia gama de medicamentos con la que llegaré cargada.
      La religión colmó nuestras vidas desde que, a los catorce años, me diagnosticaron insuficiencia renal. La mayoría de los nefrólogos no apostaron por mí en aquel momento, y hasta el día de hoy ese número ha ido aumentando considerablemente. Pensándolo bien, creo que me dejan irme porque mi enfermedad ha alcanzado un punto en el que no son capaces de hacer nada por remediarla. Mientras que yo me hago a la idea de que moriré joven, mamá parece no querer aceptarlo. Vive ensimismada, pensando que un milagro me desviará del camino a la tumba. Me gustaría saber qué ronda por su cabeza estos días. Dirijo la vista hacia el campanario con la intención de comprender qué de mágico habrá en él para haber atraído con tanta fuerza a mamá.
      Llueve.
      La ventana no tarda en mojarse, por lo que no logro ver nada a parte de las siluetas distorsionadas que forman las minúsculas gotas de agua en el cristal. Una imagen semejante a la de este paisaje se forma de repente en mi mente, donde comienzan a surgir miles de dudas para las que no tengo respuesta.


CAPÍTULO 2: LA NIÑA DEL ESPEJO

      Me alegra que ésta sea mi última sesión de diálisis, aunque sea consciente de que no sobreviviré mucho tiempo dejando a mis riñones funcionar sin ayuda de una máquina.
      Desde el día que comencé el tratamiento no transcurre una sola hora en la que no me asalten las náuseas ni el dolor de cabeza. No me apetece levantarme a caminar por miedo a que el catéter que tengo incrustado en el pecho me cause una hemorragia. Paso semanas sin comer porque la medicación que me suministran los enfermeros me quita el apetito, y no tomo agua pues la acabo vomitando. En estos seis meses me he convertido en un simple títere postrado en una cama que es incapaz de valerse por su cuenta. Si no fuese por el hecho de que me inyectan suero intravenoso constantemente, ya estaría muerta.
      Según el reloj que cuelga de mi menuda muñeca, aún quedan 115 minutos y 37 segundos hasta que el celador me conduzca de vuelta a mi cuarto. Para entonces mi madre habrá regresado de la Iglesia y seguramente me estará esperando en la habitación acompañada del sacerdote. Todas las mañanas se repite la misma escena: al regresar de mi revisión periódica, nauseabunda, a planta; el cura salpica mi amoratado cuerpo con agua helada y reza a mi lado una serie de fórmulas que todavía no he logrado memorizar. La primera vez que vino a verme no pude evitar reírme al percatarme de que cruzaba la puerta cargado de cachivaches que parecían haber sido sacados de una película de brujas. Aquella tarde mamá me regañó por ello ya que, según ella, el párroco se había marchado muy indignado debido a mi comportamiento infantil. Sin embargo, me planteo quién de los dos será más niño: él, por provocar una guerra de agua en plena clínica; o yo, por seguirle la corriente.
      Desde que llegué al hospital, mi familia me repite incansablemente que debo abandonar la niñez y adoptar una mentalidad de adulto, pues mi enfermedad así lo requiere. Siempre que mis tíos o mis abuelos acuden a visitarme, acabamos manteniendo este tema de conversación, y siempre decido que lo mejor para evitar esa situación tan incómoda es aparentar que duermo hasta que todos se cansan de articular palabra. Entiendo que se preocupen por mi estado de salud, pero me agobian, y esto supone para mí un guion añadido a mi extendida lista de problemas. En ocasiones entran a mi cuarto con los brazos a rebosar de folios y bolígrafos, y esperan a que cierre los ojos para planear entre ellos el estilo de vida que desean que cumpla cuando me den el alta. También suelen fijar mi dieta y mis horarios de estudio y de descanso, adecuándolo a lo que ellos consideran apropiado para «una mujer hecha y derecha».
      No obstante, al redactar todo ese papeleo, sé que no lo hacen por mí, sino por ellos. Por sentir que son capaces de hacer algo por salvarme y por no verse culpables en el instante en el que fallezca por ni siquiera haber intentado curarme. Tiene que ser difícil encontrarse en su situación, pero anhelo que se percaten de que estar en la mía tampoco es fácil, si se vive sin estar viviendo.
      Me encantaría despertar mañana y reparar en que estos seis meses han sido únicamente un mal sueño. Poder mirarme al espejo y observar mi cuerpo sin cardenales ni pinchazos de aguja, y no tener que dibujar una sonrisa falseada en el cristal con mis flácidos y blanquecinos dedos con la intención de aparentar que soy feliz. Quisiera regresar a casa, mas no en un ataúd, para reencontrarme con mis amigos y recorrer con ellos las calles en bicicleta, para de esta manera volver a saborear el fresco aire de la madrugada con mis labios. Ya no recuerdo el aroma de las flores, ni el cosquilleo de la hierba húmeda en mis pies desnudos, sólo respiro sangre.
      Odio reparar en que, al dirigir la vista al espejo, la niña que ahora percibo haya perdido el brillo de su cabello y el rosa de sus mejillas. La niña del espejo ya no es niña, ya no ríe.


CAPÍTULO 3: SERPIENTE CRUCIFICADA

      - Es ir contra natura.

      - Pero padre, si no la trasplantamos en un periodo máximo de una  semana, no sobrevivirá. Hay que actuar ya, es ahora o nunca.

      - Nunca, entonces. La creación de un nuevo ser con esos fines es incompatible con la responsabilidad moral de tratar a cada miembro de la familia humana como un don único de Dios, como una persona con su propia dignidad inherente. 


      - ¿De qué valores me habla usted cuando quiere que deje a esa pobre chiquilla morir? ¡Es sólo una niña! Su problema podría solucionarse fácilmente con tan solo obtener células madre de un embrión de seis días, monseñor. No le hablo de llevar a cabo un asesinato, entiéndalo, un feto de esa longevidad no posee ni siquiera cuerpo, ni corazón, no siente nada.

      - Para hablar de nuevas tecnologías, hay que saber de dónde venimos y a dónde vamos. Esa chica se encontrará en breve con el Señor misericordioso, que la tendrá en su santa gloria. Debería dar usted gracias por ello, en lugar de empeñarse en jugar con los designios divinos y fabricar un bebé del pecado para dejarlo morir. No pienso consentir que fabrique usted ningún órgano a partir de una criatura indefensa no nacida para dárselo a Claudia. Acepte que Jesús ha dictaminado que ha llegado su hora, únicamente él puede decidir sobre la vida de los hombres. 

      - ¿Qué aconseja, pues? Añadirla a la lista de espera no servirá de nada, no conoce usted cuánta gente está aún aguardando su turno para recibir un riñón ni la inmensa cantidad de personas que fallecen sin que les haya tocado el suyo. Además, es muy difícil localizar a alguien compatible y, aunque lo hallásemos y operásemos a la joven, siguen existiendo posibilidades de que su cuerpo rechace el tejido. Es peor el remedio que la enfermedad. Escribir su nombre en el registro sería cometer un crimen mudo.

      - ¡Sacrilegio! ¿Cómo se atreve a referirse al Salvador con el apodo de asesino? ¡Oh, Señor, perdona a este desgraciado pecador, que no sabe lo que dice! ¡Padre nuestro que estás en el cielo, santificado sea tu nombre en la tierra como en el cielo, libra a este necio del infierno, pues no es consciente del sin sentido de sus palabras!

      - Es usted despreciable. Por mí puede rezar todo lo que le plazca, que ese autotrasplante se realizará sí o sí. No voy a negarle a una cría de apenas catorce años un futuro sólo por sus disparates de paraísos imaginarios y dioses que existen exclusivamente en su mente desquiciada. 

      - Es imposible que intente convertirse en una versión moderna de Dios Creador, es inútil que se rebele contra mí, el mensajero de Jesús en el mundo terrenal; por darse cuenta de que existen límites biológicos contra los que los médicos no sois capaces de luchar. Debe aceptar las leyes divinas, que muestran los verdaderos bienes fundamentales del hombre y de la sociedad y que, por ello, garantizan la dignidad, la libertad y la igualdad de los hombres mejor que cualquier construcción humana al margen de ellas. Dios sólo hay uno.

      - Explíqueme, por lo tanto, dónde reside la libertad de la que tanto presume su Iglesia, si acepta que innumerables pacientes salgan del hospital en una caja de madera y les niega un mañana. ¿De qué trata esa dignidad suya, si provoca que miles de padres se hallen obligados a ver morir a aquellos chiquillos a los que engendraron? No discuta conmigo sobre el derecho a la vida porque usted no sabe qué se siente al observar a una familia cargar el cuerpo inerte de un ser querido, ya que no tiene ninguna. No me reproche que intente salvar a Claudia, pues usted tampoco tiene hijos y nunca ha contemplado el llanto de una madre. No se atreva a opinar acerca de seres indefensos, si usted mismo les marca el camino a la tumba, si no tiene idea sobre qué se experimenta al percibir el roce de una piel fresca alrededor de sus brazos agradeciéndole haberse curado. No venga aquí a murmurar sandeces sobre temas que no ha estudiado en su propia carne, puesto que usted es simplemente un espectador de la vida que todavía no la ha probado. Si algún día se casa, si en un momento logra escuchar la risa de su propio hijo y acaricia su minúsculo pecho, notará los latidos de su corazón. Sólo si llega ese instante, le permitiré juzgar sobre el porvenir del enfermo. 

      - Irá usted al infierno. 


CAPÍTULO 4: EN LISTA DE ESPERA



      Tengo sueño, a pesar de haber estado dormida durante una semana. Mamá me dijo que me desmayé al salir de diálisis, y que el celador avisó de inmediato al médico. 

      Siento que la sangre se acumula en mi cabeza, clavándose en ella para atormentarme incesantemente con golpes demoledores. No me apetece pensar en qué habrá ocurrido durante mi ausencia mental, ahora mismo prefiero ignorarlo y esperar a que pase el dolor para meditarlo más tarde con mayor claridad. Mis párpados no son capaces de sostenerse por sí solos, aún me encuentro mareada y no logro recordar nada de aquel día. Por más que intento abrir los ojos, sólo consigo ver imágenes borrosas y siluetas distorsionadas.
      Con mis pies logro palpar las ásperas sábanas de mi cama, por lo que supongo que me encuentro en mi cuarto. Noto cómo una suave y cálida mano coloca mi escaso cabello detrás de mi oreja. Mamá. Ella está aquí, a mi lado, y estoy segura de que no ha salido de la habitación en todo el tiempo que llevo sin despertar. La noto nerviosa, sus dedos tiemblan cuando rozan mi rostro y dan vueltas por mi pelo que nunca terminan. Diría que llora. 
      Llueve. Lo sé porque escucho el murmurar del agua tras la ventana, y no oigo pájaros cantar ni las pisadas de los niños que a diario corretean por las calles. Sin embargo, sí percibo dos voces en algún lugar de la estancia, un sitio lejano, seguramente vengan de la puerta. Una es del doctor, y la otra es del párroco. Ambos conversan de tal manera que no puedo entender con claridad lo que dicen. 
      De repente han cesado de hablar y presto atención en los pasos cada vez más lejanos de uno de ellos. Mamá deja reposar su mano, ahora helada, sobre mis enjutas mejillas, y en la habitación se crea el silencio. 


      - Puede usted agradecerle a nuestro Señor Jesucristo, que siempre interfiere por los más débiles y los desvalidos, que Claudia esté en lista de espera para un trasplante de riñón. Su hija ya no está sola, como tampoco lo estaban María y José cuando se desencadena por Herodes la matanza de los inocentes. Dios la acompaña en su eterna gloria bendita. 



      Un mar de gotitas saladas forma en este instante un charco en mis pómulos, y sé que una espada ardiente, llena de dolor, acaba de atravesar a mi madre, que aisla de nuevo su pena en un grito sordo. 


EPÍLOGO 



      No lograba comprender que siempre sonriese y que nunca la viera llorar, que fuese tan positiva con tan sólo referirse a Dios. Comprendí cuando dejó de llover que era meramente un intento de mantenerse ella misma viva, de ignorar la realidad para refugiarse en la esperanza que le daban sus santos de porcelana y barniz. El darme cuenta de cómo es el verdadero yo de mi madre destruyó la imagen que tenía de ella y me enseñó una nueva que para nada me agrada. Me percaté de su fragilidad y de su miedo, esos que un hijo no supone que afecten a un padre. No obstante, en mi último suspiro, me hubiese encantado conseguir ver el mundo a través de sus ojos, e imaginar por un segundo que todo lo que observo con ellos es real.

           


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