OJALÁ
- ¿Olvida usted algo?
- ¡Ojalá! – dijo ella mientras
rebuscaba, ya por segunda vez, en los bolsillos de un abrigo de visón de color
marrón – no hay tiempo, María, haz el favor de concentrarte, joder. ¿Dónde
leches lo has metido? – gritaba con cierto ahogo mientras su flacidez hacía que
cayese contra su voluntad, acabando tirada en el suelo, apoyada de rodillas y
manos, mientras le borraba el maquillaje un piélago de lágrimas, que acabó por
nublarle la vista y que corría por sus mejillas, pálidas, hasta desembocar en
sus labios marchitos.
Allí estaba, frente a sus ojos
negros y apagados. Arrugado, empapado…; daba igual. Lo agarró firmemente con
manos secas y ajadas, mientras apoyaba todo su peso sobre unos pies
temblorosos, enfundados en unos tacones rojos y bastante altos, que la ayudaron
a levantarse, aun con cierta dificultad.
- ¿Le ocurre algo, señorita?
¿Necesita que llame a alguien? No sé…; dígame algo, ¿llamo a su marido o a
algún vecino para que la lleve al hospital por si está enferma? ¡Yo qué sé,
hable, por Dios! – pronunciaba el mismo muchacho que se había encontrado con la
mujer hace menos de cinco minutos, con unos ojos dilatados por el susto que se
había llevado, al mismo tiempo que dejaba caer unos útiles de limpieza y corría
a agarrarla de los hombros por si volvía a caer.
- ¡Sí, por lo que más quiera,
ayúdeme, por favor se lo suplico! – imploraba la muchacha – Por favor, necesito
que me lleves, ¿vale?, por favor, por favor. – repetía tartamudeando por los
nervios que inundaban todo su cuerpo.
- A ver, dígame qué puedo hacer por
usted – articulaba el hombre con un tono de voz que intentaba aparentar
tranquilo y sosegado, con el fin de que la chica se relajase de una vez.
- Por favor, lléveme con él, por
favor – insistía la joven.
- Sí, pero ¿a dónde?
- Por favor, en serio se lo pido –
balbuceaba ella, cuya inquietud no le permitía concentrarse de ninguna de las
maneras.
Viendo que todo esfuerzo por
aquietarla era en vano, el mozo la tomó de la mano firmemente y la sacó del
portal. Una vez fuera, la lluvia inmensa de aquella noche de Navidad borró todo
rastro del sollozo de la chica, pero no pudo apagar el desasosiego que
torturaba su alma desde que recibió esa llamada, sentada frente a uno de los
platos de sopa de la mesa del comedor que le llevó toda la tarde hacer, a la
luz de una hermosa vela que iluminaba tenuemente la habitación.
Sin detenerse, el muchacho la
condujo hasta su coche y, ya dentro, la señorita le entregó rápidamente un
trozo de papel arrugado y empapado.
Con el corazón latiendo a más de 200
pulsaciones por minuto, un abrigo de visón impregnado de agua, el cabello
moreno pegado a un rostro aturdido y lúgubre, respiración regular, un esmalte
de uñas echado a perder por las mordeduras que se le propiciaban y un tick en
la pierna izquierda que no permitía que esta se quedase quieta; la joven llegó
a su destino.
Antes de que el conductor del
vehículo pudiese decirle algo, abrió la puerta, se quitó los zapatos y el
gabán, los tiró a la acera y echó a correr lo más rápido que pudo. Con la
garganta dolorida, trataba de aguantar su llanto, mas él era más tenaz y
terminaba asomando por sus ojos.
Sin pensar en su caro y largo
vestido de channel, lo rompió con unas manos débiles y confusas por encima de
las rodillas.
Subió los tres escalones que la
separaban de la entrada del edificio y, ya dentro, buscó un ascensor libre. No
había ninguno y ella no tenía tiempo, por lo que siguió corriendo hacia las
frías y blancas escaleras de mármol, que fueron bañándose, escalón tras escalón,
de la sangre caliente que surgía de las llagas de los dedos de sus pies.
Sin prestar atención a unos hombres
canosos vestidos con una bata blanca que intentaban pararla, alcanzó la tercera
planta.
Cansada y mareada, continuó
apresurada, sin detenerse ni siquiera un instante. Pasó por delante de una fila
de personas sentadas en unas sillas azules alineadas, pegadas todas a la pared,
que lloraban desconsoladamente o hablaban por teléfono con el semblante serio y
ojeroso.
Ya en frente de una puerta enorme,
la abrió de par en par, ignorando que estaba prohibido pasar.
Fueron muchos quienes la seguían
para echarla, pero la joven se movía más deprisa que todos ellos. Oía gritos,
quejas…; le daba igual, ella tenía la cabeza centrada en algo más importante.
Al alcanzar otra puerta más pequeña,
fijó la mano derecha en el pomo. Lo giró velozmente, sin saber qué es lo que
iba a encontrar.
Y allí estaba. Tumbado en una cama
blanca, con sábanas blancas y una almohada, también blanca, que sujetaba su
cabeza, llena de vendajes. Un catéter en la mano, otro en el pecho… Todo el
habitáculo estaba lleno de máquinas y de cables. Cables, muchos cables por
encima de el.
No articuló palabra. Tampoco la pude
ver, aunque la sentí más cerca que nunca. Quise llorar, pero no pude, deseé
abrazarla, mas no conseguía moverme. Ansiaba despojarme de todo lo que tenía
clavado en el cuerpo, de todas esas agujas y chismes que yo sabía no servirían
para nada. Tuve miedo, mucho. Temor de no volverla a acariciar y de saber que
no lograría volver a besarle y decirle que la amaba.
No sé qué ocurrió después. No estoy
seguro de dónde estoy ahora mismo. Lo único de lo que tengo certeza es de que una
hermosa vela que iluminaba tenuemente una habitación se ha apagado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario