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domingo, 20 de enero de 2013

OJALÁ


           - ¿Olvida usted algo?
           - ¡Ojalá! – dijo ella mientras rebuscaba, ya por segunda vez, en los bolsillos de un abrigo de visón de color marrón – no hay tiempo, María, haz el favor de concentrarte, joder. ¿Dónde leches lo has metido? – gritaba con cierto ahogo mientras su flacidez hacía que cayese contra su voluntad, acabando tirada en el suelo, apoyada de rodillas y manos, mientras le borraba el maquillaje un piélago de lágrimas, que acabó por nublarle la vista y que corría por sus mejillas, pálidas, hasta desembocar en sus labios marchitos.
            Allí estaba, frente a sus ojos negros y apagados. Arrugado, empapado…; daba igual. Lo agarró firmemente con manos secas y ajadas, mientras apoyaba todo su peso sobre unos pies temblorosos, enfundados en unos tacones rojos y bastante altos, que la ayudaron a levantarse, aun con cierta dificultad.
         - ¿Le ocurre algo, señorita? ¿Necesita que llame a alguien? No sé…; dígame algo, ¿llamo a su marido o a algún vecino para que la lleve al hospital por si está enferma? ¡Yo qué sé, hable, por Dios! – pronunciaba el mismo muchacho que se había encontrado con la mujer hace menos de cinco minutos, con unos ojos dilatados por el susto que se había llevado, al mismo tiempo que dejaba caer unos útiles de limpieza y corría a agarrarla de los hombros por si volvía a caer.
            - ¡Sí, por lo que más quiera, ayúdeme, por favor se lo suplico! – imploraba la muchacha – Por favor, necesito que me lleves, ¿vale?, por favor, por favor. – repetía tartamudeando por los nervios que inundaban todo su cuerpo.
          - A ver, dígame qué puedo hacer por usted – articulaba el hombre con un tono de voz que intentaba aparentar tranquilo y sosegado, con el fin de que la chica se relajase de una vez.
            - Por favor, lléveme con él, por favor – insistía la joven.
            - Sí, pero ¿a dónde?
      - Por favor, en serio se lo pido – balbuceaba ella, cuya inquietud no le permitía concentrarse de ninguna de las maneras.
      Viendo que todo esfuerzo por aquietarla era en vano, el mozo la tomó de la mano firmemente y la sacó del portal. Una vez fuera, la lluvia inmensa de aquella noche de Navidad borró todo rastro del sollozo de la chica, pero no pudo apagar el desasosiego que torturaba su alma desde que recibió esa llamada, sentada frente a uno de los platos de sopa de la mesa del comedor que le llevó toda la tarde hacer, a la luz de una hermosa vela que iluminaba tenuemente la habitación.
          Sin detenerse, el muchacho la condujo hasta su coche y, ya dentro, la señorita le entregó rápidamente un trozo de papel arrugado y empapado.
      Con el corazón latiendo a más de 200 pulsaciones por minuto, un abrigo de visón impregnado de agua, el cabello moreno pegado a un rostro aturdido y lúgubre, respiración regular, un esmalte de uñas echado a perder por las mordeduras que se le propiciaban y un tick en la pierna izquierda que no permitía que esta se quedase quieta; la joven llegó a su destino.
            Antes de que el conductor del vehículo pudiese decirle algo, abrió la puerta, se quitó los zapatos y el gabán, los tiró a la acera y echó a correr lo más rápido que pudo. Con la garganta dolorida, trataba de aguantar su llanto, mas él era más tenaz y terminaba asomando por sus ojos.
          Sin pensar en su caro y largo vestido de channel, lo rompió con unas manos débiles y confusas por encima de las rodillas.
            Subió los tres escalones que la separaban de la entrada del edificio y, ya dentro, buscó un ascensor libre. No había ninguno y ella no tenía tiempo, por lo que siguió corriendo hacia las frías y blancas escaleras de mármol, que fueron bañándose, escalón tras escalón, de la sangre caliente que surgía de las llagas de los dedos de sus pies.
       Sin prestar atención a unos hombres canosos vestidos con una bata blanca que intentaban pararla, alcanzó la tercera planta.
            Cansada y mareada, continuó apresurada, sin detenerse ni siquiera un instante. Pasó por delante de una fila de personas sentadas en unas sillas azules alineadas, pegadas todas a la pared, que lloraban desconsoladamente o hablaban por teléfono con el semblante serio y ojeroso.
        Ya en frente de una puerta enorme, la abrió de par en par, ignorando que estaba prohibido pasar.
            Fueron muchos quienes la seguían para echarla, pero la joven se movía más deprisa que todos ellos. Oía gritos, quejas…; le daba igual, ella tenía la cabeza centrada en algo más importante.
        Al alcanzar otra puerta más pequeña, fijó la mano derecha en el pomo. Lo giró velozmente, sin saber qué es lo que iba a encontrar.
            Y allí estaba. Tumbado en una cama blanca, con sábanas blancas y una almohada, también blanca, que sujetaba su cabeza, llena de vendajes. Un catéter en la mano, otro en el pecho… Todo el habitáculo estaba lleno de máquinas y de cables. Cables, muchos cables por encima de el.
            No articuló palabra. Tampoco la pude ver, aunque la sentí más cerca que nunca. Quise llorar, pero no pude, deseé abrazarla, mas no conseguía moverme. Ansiaba despojarme de todo lo que tenía clavado en el cuerpo, de todas esas agujas y chismes que yo sabía no servirían para nada. Tuve miedo, mucho. Temor de no volverla a acariciar y de saber que no lograría volver a besarle y decirle que la amaba.
            No sé qué ocurrió después. No estoy seguro de dónde estoy ahora mismo. Lo único de lo que tengo certeza es de que una hermosa vela que iluminaba tenuemente una habitación se ha apagado. 

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